Los sueños no resuelven los enigmas del mar.
Los marineros aprendieron a olvidar
indiferentemente;
por eso cuando juegan a los dados
en el muelle, cuando termina el día,
sueñan en una nueva nave
y en una nueva travesía.
Si el tiempo, como dicen, fuera la esencia del sueño
y en él los marineros se movieran
a través de los días y las noches cuadradas,
a través de las buenas y malas intenciones
de un enemigo incierto
-más precavido, aunque menos experto-
cruzarían el tablero
temerosos del destino inseguro de las piezas
y llegarían al fin de la partida
como se llega al fin de la jornada:
esto es, sin esperanza.
Por eso en la noche,
cuando el tiempo es más torpe, pero más evidente,
la rosa pierde un grado
de su significado
y medra en la penumbra que ciñe los tibores
como un pájaro helado
congelado su vuelo en la frialdad del sueño.
Y el tiempo, bienhechor de mendigos,
propiciador de los que entienden del mercado de cambios,
pierde la concreción de su sabiduría
en los meandros de la geometría.
Los relojes se paran de improviso
desorientados en la medianoche
por algo
que hace un momento
definitivamente
no existía.
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